Extraído de www.elmundo.es / Beatriz Jiménez
50.000 niños peruanos trabajan con sus padres en la minería artesanal. Respiran vapor de mercurio y no van la escuela; a veces reciben propinas .
A tan sólo una hora de la Lima urbana y a 500 metros de una carretera provincial se levanta, al pie de un cerro y en medio del desierto, Río Seco, un polvoriento poblado formado por una docena de chavolas de madera y esteras, un billar, 3 sospechosos hospedajes, un bar-karaoke, 2 cobertizos en los que alquilan duchas y una tienda de abarrotes.
Río Seco goza del "privilegio" de estar en el limbo. Y es que su ubicación en el límite territorial de la provincia de Lima y la de Huarochirí facilita el olvido policial y permite el funcionamiento de unos 80 quimbaletes o morteros artesanales de oro.
"No al trabajo infantil" dice un viejo y despintado letrero colocado en la empalizada del primer molino, al que el dueño nos permite acceder con cara de pocos amigos. Allí funcionan unos 15 de estos quimbaletes artesanales, que actúan como gigantes morteros de piedra. El mineral previamente triturado en el molino se deposita en la base del mortero, donde se mezcla con agua y mercurio para su amalgamación.
Las personas, la mayoría mujeres, adultos mayores y niños, se encaraman sobre piedras que superan los 100 kilos de peso, cinceladas a mano y ligeramente ovaladas en su base para permitir un movimiento de vaivén con relativo poco esfuerzo. Con la fuerza de sus piernas, los trabajadores se balancean durante horas para terminar de moler el mineral depositado en el mortero y facilitar que las partículas de oro se unan con las de mercurio.
Rubí es la niña más pequeña que encontramos en el quimbalete. A penas mide un metro treinta centímetros, presenta extrema delgadez y mueve descalza una enorme piedra encaramada sobre el extremo de un tablón de madera. Al otro extremo del tablón hay un hombre adulto que actúa de contrapeso. "Ella ayuda a su papá", nos dice una señora.
Triste y con vergüenza, Rubí se deja fotografiar. Poco después, se escapa del quimbalete. "Hola, espera, no corras". Tras una breve persecución decide dejar de correr y habla con nosotros. Dice que es de Carabayllo, un distrito muy pobre de Lima cercano a Río Seco.
Tose frecuentemente mientras habla y tiene los ojos y la nariz irritada. No le gusta trabajar en el quimbalete. Además, no le pagan.
-"Ayudo a mi primo y a veces no más me dan propina" -"¿Y tu mamá?"
Ni su mamá ni su papá están con ella en Río Seco. Ella dice que va y viene sola todos los días desde su casa en Carabayllo, algo difícil de creer.
Junto a los quimbaletes hay cabañas con colchones tirados en el piso. Allí está descansando Teodora, de 71 años, mientras su marido, de 75, trabaja en el molino. Nos dice que se siente mal de salud, que le quema el pecho y no puede respirar.
-"Señora, usted debería usar guantes para manipular el mercurio" -"Así nomás, con las manitos, lo echamos. No sabemos, pues..."
Este matrimonio andino duerme en la cabaña, un servicio que presta el dueño del molino durante los días que emplean los mineros en lavar el oro que extraen en un cerro cercano.
Moliendo el mineral
La mayoría de las personas que trabajan aquí están moliendo el mineral que han sacado del tajo con sus manos. A cambio del uso de los molinos, el dueño se queda con los relaves, es decir, con el agua sobrante del proceso de amalgamación, que debido a lo rudimentario del método todavía tiene un 30% del mineral y, sobre todo, grandes cantidades de mercurio.
Visitamos otro molino. Allí está Erick, de 13 años. "Somos muchos los jóvenes que trabajamos en los quimbaletes", cuenta.
Erick, también de Carabayllo, trabaja de 6 de la mañana a 6 de la tarde en el quimbalete y cobra 30 soles (10 dólares) al día. Cuando le quedan fuerzas después de la jornada de trabajo, va al colegio en el turno de noche.
En 2001, un estudio de la Organización Internacional del Trabajo destapó que 50 mil niños peruanos trabajan junto a sus familias en la minería informal. Casi 10 años después no se han realizado nuevos censos en los campamentos mineros, que se han multiplicado por todas las regiones del país fruto del alza del precio del oro tras la crisis económica mundial.
En esa ocasión, el censo de la OIT probó que los niños y niñas trabajan principalmente en el acarreo de pesados bloques de mineral en carretillas hasta los centros de procesamiento y en 'el quimbaleteo', el proceso más tóxico del lavado del oro.
Mercurio en el cerebro
Logramos acceder a Río Seco gracias a la Defensoría del Pueblo, institución preocupada por la salud del millar de pobladores que vive en Río Seco y en los molinos. Según un estudio promovido por esta instancia, casi el 20% de los habitantes que han sido analizados tienen niveles de mercurio en su organismo superiores al máximo recomendado.
A estas alturas de la visita, a todos nos comienza a picar la garganta y el barro rojizo que salpica de los quimbaletes impregna nuestras ropas. Estamos a más de 30 grados en el arenal de Río Seco.
El mercurio es un metal que se evapora a partir de los 20 grados centígrados y produce vapores tóxicos que son inodoros e incoloros. La vía principal de exposición al mercurio es por la inhalación de sus vapores, que son absorbidos por los tejidos pulmonares. Desde los pulmones se desplaza por el riego sanguíneo hasta el cerebro convirtiéndose en un veneno para el sistema nervioso. El mercurio provoca desórdenes neurológicos como temblores, dolores de cabeza, insomnio e incluso pérdida de memoria.
En altas cantidades lleva a la muerte, como bien lo saben los pobladores de Choropampa (Cajamarca-Perú), víctimas en el 2000 de un derrame de mercurio producido por la gigante empresa minera de oro Yanacocha.
Link:
http://www.elmundo.es/america/2010/05/05/noticias/1273081589.html
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