Una clase para frenar la epidemia de agresiones sexuales a menores

Los alumnos del último curso de secundaria de la escuela Rauwane Sepeng, ubicada en uno de los escasos descansos orográficos que concede el corredor del platino, en el noroeste de Sudáfrica, están calculando la fricción entre dos cubos de cuatro y ocho kilogramos dibujados en la pizarra. Al poco de tocar el timbre, Lydia Ganda deja sus cosas sobre la mesa del profesor. Ella no viene a hablar de física. Ni siquiera de algo que vaya a computar para la media académica. Va a hablar de sexo.

"Antes de iniciar cualquier relación sexual necesitamos consentimiento. Tenemos que preguntar. La respuesta solo puede ser  o No. No hay proceso más correcto que el de preguntar, esperar la respuesta y respetarla", escribe para empezar en la pizarra, donde antes estaban los cubos y las fórmulas matemáticas.


Violencia sexual contra menores
En octubre de 2017, la sociedad sudafricana asistía consternada al escándalo por los supuestos abusos sexuales cometidos por un guardia de seguridad en una escuela primaria de Soweto, el histórico barrio al oeste de Johannesburgo. Hasta 87 estudiantes denunciaron haber sido agredidas, incluidas varias violaciones. Un año después, el acusado fue absuelto después de que la Corte Suprema de South Gauteng calificase de burda la cadena de errores cometidos durante la investigación policial.
“Se está produciendo un ataque a gran escala contra la infancia en Sudáfrica. Hay un gran problema en el sistema educativo, familias rotas, niños que crecen huérfanos a consecuencia de la epidemia del VIH y que no reciben la educación que necesitan porque sus padres tampoco la tuvieron... Pero también existe un problema con una policía mal pagada, profesionales sanitarios sin la preparación adecuada y un sistema judicial colapsado. Al final, los niños, que son los más vulnerables, son los que sufren las consecuencias”, resume Christina Rollin, una de las mayores expertas de un país en plena emergencia contra la violencia sexual a menores.
Un estudio publicado por The Lancet alerta de que uno de cada tres estudiantes sudafricanos ha sufrido algún tipo de agresión sexual en su vida y el propio Gobierno reconoció en el Parlamento que hasta el 9,1% de las violaciones denunciadas en el país — ya que de por sí con una de las tasas más elevadas del mundo, 70,5 por cada 100.000 habitantes—correspondían a niños de nueve años o menos. Casi siempre, hasta en un 80% de los casos, los responsables son personas cercanas.
La primera, la de los propios menores, también chicos. “Hay una reacción física en el hombre que hace que, aunque sea agredido, su cuerpo reaccione, lo que provoca que muchos cuestionen su identidad sexual y se culpen a sí mismos por haber disfrutado”. Asumen los abusos como un marco aceptable de comportamiento y lo transmiten al formar su propia familia: “Padres que son padres sin haber aprendido a serlo, sin haber recibido ejemplos adecuados y que vuelcan en sus hijos sus propios problemas (…) Madres, continúa Rollin, que se niegan a creer que esa violencia esté ocurriendo en su casa”.
La segunda, la del propio Estado que esconde el problema para no tener que enfrentarse a su propio espejo. Teniendo en cuenta que apenas uno de cada nueve casos son denunciados, extrapoblaciones de investigadores de la Universidad de la Ciudad del Cabo elevan la cifra de abusos por encima del 35% del alumnado. 
La tercera estructura, la judicial, también alimenta impunidad. Entre un 40% y un 60% de los casos denunciados son retirados antes de llegar a la Corte y cuando lo hacen suele haber pasado tanto tiempo que se han perdido testigos, pruebas o la propia vida de las víctimas. 
Fuente: El País

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